GRANTS PASS v JOHNSON: VISTA ORAL DE UN CASO ACERCA DE PERSONAS SINTECHO, ACAMPADAS EN LA VÍA PÚBLICA Y «CASTIGOS CRUELES E INUSUALES»

El pasado lunes día 22 de abril de 2024 se celebró en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos la vista oral del caso City of Grants Pass v. Johnson. Se impugna en el recurso la sentencia Johnson v. City of Grants Pass (72 F.4th 868 [9th Cir. 2022]), hecha pública el 28 de septiembre de 2022 por una Sala del Tribunal de Apelaciones del Noveno Circuito, que a su vez revoca la sentencia del juzgado de instancia que había desestimado la pretensión de un conjunto de personas frente a la citada ciudad ubicada en el estado de Oregón. El Tribunal de Apelaciones rechazó la petición de los demandantes para que la sentencia de la Sala fuese revisada por el Pleno.

Los hechos del caso son bien simples: se impugnan varios preceptos de una ordenanza municipal (Grants Pass Municipal Code) que, según indica la sentencia, pueden ser descritos como una provisión “antipernocta”, dos “anticamping”, una “anti aparcamiento” y otra “exclusión de apelaciones”.  La más sangrante es la primera, según la cual: “En ningún momento las personas podrán dormir en las vías públicas, aceras o callejones por motivos de seguridad individual y pública. Ninguna persona puede dormir en entrada peatonal o de vehículos de propiedades públicas o privadas situadas en las vías públicas.” Aun cuando la ordenanza se justificó por motivos de seguridad pública y como medio de ordenar las acamparas en zonas públicas, es meridianamente claro que lo proscrito no era otra cosa que las personas, con independencia de su situación económica, pudiesen pasar la noche a la intemperie. El problema es que la infracción a dicha ordenanza estaba tipificada como sanción. Aun cuando el juzgado de distrito rechazó la demanda absolviendo al municipio y considerando lícita la regulación, el Tribunal de Apelaciones revocó el pronunciamiento y consideró que dicha regulación no superaba el canon de constitucionalidad puesto que la sanción vulnera la octava enmienda constitucional, en concreto el principio del “castigo cruel e inusual”.

La ciudad de Grants Pass impugnó el pronunciamiento ante el Tribunal Supremo, y sintetizó su posición y la cuestión jurídica que sometía al máximo órgano judicial de los Estados Unidos en los siguientes términos:

“En Martin v. City of Bloise, el Tribunal de Apelaciones del Noveno Circuito sostuvo que la cláusula de los castigos crueles e inusuales impide a las ciudades restringir penalmente las pernoctas en suelo público salvo que la persona posea “acceso a un albergue temporal adecuado”. En este caso, el Noveno Circuito amplió la doctrina Martin a las acciones colectivas al prohibir a la ciudad de Grants Pass ejecutar sus regulaciones incluso a través de procedimientos civiles. Esa decisión crea un conflicto con el Tribunal Supremo de California y con el Tribunal de Apelaciones del Decimoprimer Circuito, que han avalado regulaciones similares, cimentando una división más amplia en la aplicación de la Octava enmienda a conductas supuestamente involuntarias.

La cuestión jurídica planteada es la siguiente:

“La aplicación de leyes generalmente aplicables a la pernocta en propiedad pública, ¿constituye un “castigo cruel e inusual” prohibido por la octava enmienda”?

Evidentemente, nadie cuestiona que la potestad de ordenar el uso del suelo es una competencia municipal, lo que se cuestiona es el uso que se hace de esa potestad a través de una normativa cuyo objetivo oficialmente declarado es la regulación del régimen del uso de las vías públicas y de la ocupación de espacio público para tipificar como sanción a quienes pernoctan en las calles o en espacios públicos por carecer de alojamiento (es decir, los “sin techo”).

He aquí planteado en toda su crudeza el clásico dilema del Derecho Administrativo: el uso de potestades administrativas incuestionadas (en este caso, la normativa) para una finalidad pública irreprochable si atendemos a la finalidad oficialmente perseguida, cual es la regulación del uso de las vías públicas y de la ocupación de espacio público. Claro está que la finalidad oficialmente declarada, sin ser del todo incierta, no deja de ser una mera fachada, puesto que la propia sentencia de instancia reconoce que se conoce popularmente como “ordenanzas antipernocta”.

Según la cobertura del asunto que ha llevado a cabo el imprescindible Scotusblog, en la vista oral los magistrados explicitaron su división sobre el tema. Amy Howe, en su breve análisis de la vista, afirma lo siguiente:

“El pasado lunes el Tribunal Supremo mostró su división en la impugnación relativa a la constitucionalidad de las normativas de una ciudad del sudoeste de Oregón que prohíbe a los sin techo que duermen en el término municipal usar sábanas, almohadas o cajas de cartón para protegerse de los elementos.  La ciudad alega que dichas ordenanzas simplemente prohíben a cualquier persona el asentarse en la propiedad pública, mientras que los recurrentes afirman que las leyes en la práctica lo que hacen es penalizar ser un sin techo y, por tanto, vulneran la prohibición constitucional de castigos crueles e inusuales.”

En mi humilde opinión, el foco no ha de ponerse en el resultado (el castigo o pena) sino en la conducta penada. El texto de la octava enmienda es claro: “No se impondrán fianzas o multas excesivas, ni tampoco castigos crueles e inusuales.” Una multa dineraria no es, por su propia naturaleza, un castigo cruel e inusual; puede ser injustificada, e incluso desproporcionada, pero no cruel; lo mismo cabe decir de la pena de prisión. De sostenerse lo contrario, cualquier sanción impuesta por un ente tributario sería “cruel e inusual”, de igual forma que la sentencia de prisión impuesta por cualquier tribunal. El carácter cruel e inusual está vinculado de la naturaleza de la pena, no de su proporcionalidad con relación al hecho tipificado del que es consecuencia. Nadie en su sano juicio discutiría hoy que imponer la esterilización forzosa a una persona con discapacidad sería un castigo cruel e inusual, aunque hubo épocas en que incluso el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, por boca de uno de sus jueces más progresistas, Oliver Wendell Holmes, lo avaló (sentencia Buck v. Bell, y su célebre afirmación según la cual: “tres generaciones de imbéciles son suficientes”); imponer a una persona que realiza una obra sin licencia una sanción del triple de la obra construida no sería cruel e inusual, simplemente desproporcionado y atentatorio de otros principios constitucionales, pero insistimos, la naturaleza de la pena (multa económica o prisión) nadie la consideraría cruel e inusual, salvo, lógicamente, quienes son contrarios a toda punición.

Ahora sólo resta ver qué resuelve el Tribunal Supremo que, por cierto, hoy día 25 de abril de 2024 celebra la vista oral del caso Trump v. United States, donde habrá de pronunciarse sobre la extensión de la inmunidad presidencial. A este caso dedicaremos ulteriores entradas para situarlo en su debido contexto.

SHEETZ v ELDORADO: URBANISMO, TASA DE «IMPACTO SOBRE EL TRÁFICO» PARA OBTENER LICENCIA DE OBRAS Y CLÁUSULA EXPOPIATORIA.

El pasado viernes día 12 de abril de 2024 el Tribunal Supremo de los Estados Unidos hizo pública la sentencia Sheetz v. Eldorado, una resolución que, en cuanto al fondo, aúna de forma interesante urbanismo y expropiación, al abordar precisamente el alcance de la “cláusula de expropiación” (constitucionalizada en el inciso final de la celebérrima quinta enmienda). La sentencia deja lo más jugoso del asunto por resolver, dado que se centra en si la cláusula expropiatoria se aplica sólo a las apropiaciones acordadas por el ejecutivo o si se extiende a las acordadas por vía de legislación. Pero no cabe duda que el asunto jurídicamente aún tiene mucha tela que cortar y con total seguridad regresará en una especie de secuela jurídica.

Primero.- Los hechos: del bucólico espacio medioambiental para ocio a la prosaica regulación urbanística.

Los hechos son bien sencillos. En primer lugar, ubiquémonos geográficamente. La sentencia lo hace en sus párrafos iniciales describiendo el lugar donde acaecieron los hechos:

“El Dorado County, en California, es una entidad territorial situada al este de Sacramento y se extiende hasta la frontera de Nevada. Gran parte de las 1700 millas cuadradas son territorio rural. Allí se ubica la cordillera de Sierra Nevada y el Bosque Nacional de Eldorado. Estas áreas, integradas principalmente por suelo público, están escasamente pobladas. Turistas de todas partes del mundo vienen a estas zonas para pescar, hacer senderismo y otras actividades recreativas.

La mayor parte de los residentes del condado se concentran en las regiones occidental y oriental. Al oeste, las ciudades de El Dorado Hills, Cameron Park y Shingle Springs forman la periferia de los suburbios de Sacramento. Placerville, sede del condado, está justo tras ellos. Al este, los residentes viven a lo largo de la costa sur del Lago Tahoe. La Autopista 50 conecta estos centros de población y divide el condado en norte y sur.”

Ese bucólico espacio destinado a las zonas recreativas, sin embargo, no es ajeno al incremento poblacional con sus inevitables consecuencias de todo tipo, entre ellas las jurídicas que son las que acabarán propiciando la causa. Y es que:

“En décadas recientes, el Condado experimentó un significativo crecimiento de población, y con él se incrementaron las necesidades. Como respuesta a la creciente demanda de servicios públicos, la Junta de Supervisores del condado aprobó un documento denominado Plan General para regular asuntos que van desde el abastecimiento de agua a restricciones de uso del suelo. La Junta de Supervisores es un órgano legislativo regulado por el derecho estatal, y el Plan General tiene la naturaleza de acto legislativo.”

Vamos, pues, de lo general (grandes áreas medioambientales de suelo público utilizadas para pescar, hacer senderismo, acampadas y otras actividades) a la regulación urbanística pura y dura a través de un Plan General que tiene naturaleza legislativa. Y ahora vamos a la medida concreta que es la base de la acción concreta en la que la sentencia trae causa:

“Para afrontar el incremento del tráfico, el Plan General exige a los promotores inmobiliarios el abono de una tasa de impacto sobre el tráfico como condición previa para obtener una licencia de edificación. El Condado utiliza los ingresos obtenidos con dicha tasa para mejorar su red viaria. La cuantía de la tasa se calcula mediante un baremo que utiliza el tipo de edificación (comercial, residencial, etc.) y su ubicación en el condado. El importe de la deuda tributaria no está basado en el “coste específicamente atribuible al proyecto concreto para el que se exige la tasa.”

Estamos, pues, ante un evidente chantaje jurídico: para obtener una licencia de edificación se exige el abono de una “tasa de impacto sobre el tráfico”, cuya cuantía no tiene en cuenta para nada las circunstancias particulares de la edificación para la que se solicita la licencia, sino criterios genéricos. Y ya, con ello, se desciende al caso particular:

“George Sheetz es dueño de una propiedad en el centro del condado, cerca de la Autopista 50, que el Plan General califica como “residencial de baja intensidad”. Sheetz y su esposa solicitaron una licencia para construir una modesta casa prefabricada en el solar, casa en la que planeaban criar a su nieto. Como condición para otorgar la licencia, el Condado exigió a Sheetz abonar una tasa de impacto de tráfico por importe de 23.420 dólares, en base a los criterios establecidos en el Plan. Sheetz abonó el importe haciendo constar su disconformidad y obtuvo la licencia. El condado no respondió a su solicitud de devolución de ingresos indebidos.”

Consumado el chantaje jurídico, el probo Sheetz acudió a la jurisdicción estatal solicitando la anulación de la tasa y la devolución del importe amparándose en la “cláusula expropiatoria” de la quinta enmienda. Su argumentario lo describe la sentencia de esta forma:

“Argumentó, entre otras cosas, que condicionar la licencia de obras al pago de una tasa sobre el impacto de tráfico constituye una “expropiación” ilícita al vulnerar la “cláusula expropiatoria”. Según argumenta Sheetz, nuestras decisiones en Nollan v. California Coastal Commn y Dolan v. City of Tigard exigirían del Condado que efectuasen, a la hora de determinar el importe de la tasa, una valoración individualizada sobre la construcción para la que se solicita la licencia. La tasa predeterminada que exige el condado no reúne dicho requisito.

El juzgado de instancia rechazó la pretensión de Sheetz y el Tribunal de Apelaciones de California ratificó el pronunciamiento. Amparándose en precedentes del Tribunal Supremo de California, el Tribunal de Apelaciones afirmó que los criterios Nollan/Dolan se aplican sólo a condiciones impuestas a licencia “de forma individual y discrecional”. Pero las tasas impuestas sobre “por vía legislativa sobre un amplio espectro de propietarios” no es necesario que cumpliesen tales requisitos.”

En definitiva, los órganos estatales dieron a Sheetz con la puerta en las narices al esgrimir que, como la tasa estaba impuesta en un acto de naturaleza legislativa y no administrativa, no era necesario que cumpliese unos requisitos constitucionales y legales impuestos tan sólo para actuaciones puramente ejecutivas.

Segundo.- Doctrina del Tribunal Supremo: el texto constitucional no distingue entre expropiaciones legislativas y ejecutivas.

El asunto llegó al Tribunal Supremo de los Estados Unidos, que había de resolver una cuestión extremadamente sencilla:

“Si la exacción de la tasa, simplemente al estar regulada en un acto legislativo, está exenta de los criterios de la doctrina Nollan y Dolan.”

Obsérvese que la sentencia para nada había de pronunciarse sobre el fondo material de la regulación (es decir, el establecimiento de criterios generales y objetivos sin referencia concreta alguna a obra para la cual se solicitaba la licencia) sino tan sólo a la circunstancia de que la exigencia de la tasa, al estar blindada jurídicamente en una ley, le eximía de los requisitos jurisprudenciales y la desprotegía del ámbito de aplicación de la cláusula expropiatoria.

La sentencia, de la que fue ponente la juez Amy Coney Barret fue concisa (once páginas), clara, directa, tajante y, sobre todo, unánime. Ni una sola discrepancia, aunque existen tres votos particulares concurrentes en el resultado.

Para empezar, y tras enunciar la cláusula expropiatoria y su anclaje constitucional, la sentencia enuncia la coexistencia de un derecho individual y una potestad pública:

“El derecho al justiprecio inserto en la cláusula expropiatoria coexiste con la potestad de policía de los estados para regular el planeamiento urbanístico (aunque en ocasiones ambas parecen más suegras que almas gemelas). Mientras los estados poseen competencia material para regular el uso del suelo, el derecho a la compensación se activa si “físicamente se apropian de la propiedad o interfieren de cualquier otra manera con el derecho del propietario a excluir a otros de ella. Ese tipo de intrusión en el derecho de propiedad es per se una expropiación. Ahora bien, se aplican normas distintas cuando las leyes estatales meramente restringen el uso del suelo. Una restricción de uso que es “razonablemente necesaria para la consecución de un interés público sustancial” no constituye una expropiación salvo que reduzca en extremo el valor de la propiedad o frustre las expectativas de inversión del propietario.”

Tras esa aproximación general, el Tribunal avanza un paso más hacia la tasa controvertida por vía de la licencia:

“Las licencias son algo más complicadas. Si un ente público puede denegar una licencia de construcción para lograr “un legítimo fin público”, igualmente puede imponer para la obtención de dicha licencia condiciones que sirvan a idéntico fin. Tales condiciones no otorgan al propietario el derecho a obtener una compensación incluso si requieren que entregue una parte de su propiedad al ente público. Por tanto, si un desarrollo “aumenta sustancialmente la circulación” el estado puede condicionar la licencia de obras a la voluntad del propietario de “ceder el terreno necesario para ensanchar una vía pública”. Hemos descrito las licencias como “un sello distintivo de la política de uso responsable del suelo”. El estado posee el derecho a situar al propietario en la disyuntiva de aceptar el trato o abandonar la construcción planeada”.

El Tribunal Supremo deja claro, pues, que es posible condicionar la licencia de obras a determinados requisitos que tienen por objeto la consecución de un fin público. Ahora bien, de lo que se trata en este caso no es verificar si es lícito condicionar la obtención de la licencia de obras al abono de la tasa, y ni tan siquiera es objeto del pleito verificar si puede exigirse la tasa en base a criterios genéricos aislados de la construcción particular para la que se solicita la licencia, sino tan sólo si el regular la tasa en una norma con rango de ley la blinda frente a las exigencias de la cláusula expropiatoria. Y la respuesta es clara: ni el texto constitucional, ni la historia, ni los precedentes apoyan tamaña afirmación.

“El texto constitucional no limita la cláusula expropiatoria a un poder específico del estado. La cláusula misma, que habla en voz pasiva, “se centra (y prohíbe) cierto “acto”: tomar propiedad privada sin justo precio. No singulariza actos legislativos para un tratamiento especial. Tampoco lo hace a Decimocuarta Enmienda, que extiende la aplicación de la cláusula expropiatoria a los estados. Al contrario, la enmienda constriñe el pode de cada “estado” como un todo indivisible. Por ende, “no hay base textual para afirmar que la existencia o el ámbito del poder del estado para expropiar propiedad privada sin justa compensación varia en función del poder del estado que la efectúa. De igual forma que la cláusula expropiatoria protege la propiedad privada sin ningún tipo de diferenciación, constriñe al gobierno sin distinción alguna entre legislación y otros actos. En lo que al texto constitucional se refiere, las licencias impuestas por el legislativo y otros poderes se sitúan en pie de igualdad.”

La sentencia continúa con un breve recorrido histórico para reafirmar lo que el claro texto constitucional establece, y finaliza estimando el recurso y devolviendo el caso al tribunal de instancia para que aborde el fondo del asunto.

CHEVRON O EL CASO QUE PUDO NO SER: INTERIORIDADES DEL CÉLEBRE ASUNTO A LA LUZ DE LOS DOCUMENTOS DE SANDRA DAY O´CONNOR

En los últimos días ha visto la luz información novedosa que arroja luz sobre la intrahistoria de la sentencia Chevron v. Natural Resources Defence Council, cuyo incierto futuro pende de la respuesta que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de a dos recientes asuntos cuya vista oral tuvo lugar en enero de este año 2024.

La analista Joan Biskupic, que cuenta en su haber con sendas biografías dedicadas a los jueces John Roberts, Antonin Scalia y Sandra Day O´Connor que vieron la luz en vida de los biografiados, publicó hace un par de días, el 9 de abril de 2024, un breve artículo titulado Lo que los documentos de Sandra Day O´´Connor revelan acerca de una decisiva sentencia del Tribunal Supremo – y por qué en breve puede ser dejada sin efecto. El breve trabajo focaliza la atención en el caso Chevron a través de los ojos de la ya fallecida juez O´Connor, cuyo archivo se ha hecho público en fechas muy recientes. De esos papeles de la juez (algunos de los cuales se reproducen en el artículo) revelan varios datos muy curiosos:

Para abrir boca, el caso mismo estuvo a punto de no existir debido a que inicialmente el Tribunal no contaba con los votos necesarios para admitir a trámite el recurso.

La regla existente en el máximo órgano judicial estadounidense para que admita a trámite un asunto no es material, sino cuantitativa: es preciso que cuatro jueces voten favorablemente a ello. Algo que no se daba en el caso del recurso interpuesto por Chevron. Veamos lo que dice a este breve artículo al respecto:

“Cuando en la primavera de 1983 los jueces analizaron por vez primera el recurso de Chevron, dudaron en involucrarse, según muestran los documentos de O`Connor, que mejora la visión que se tiene según la documentación de otros jueces. Se tardó en reunir los cuatro votos para admitir a trámite el recurso, y el número de jueces que resolvería el asunto (finalmente seis de nueve) estuvo en duda desde el principio”.

Y ello porque el juez Lewis Powell planteó abstenerse (que, a diferencia de nuestro país, donde existe una regulación de causas que permiten plantear a iniciativa propia la abstención o promover una recusación, en Estados Unidos no existe una norma que la regule) aunque finalmente rechazó esa opción, si bien no era partidario de tramitar el asunto. Y aquí comenzó el lento devenir hacia lo que ha sido una sentencia fundamental para el derecho administrativo:

“Según las notas de O´Connor relativas al voto de los jueces en la primera conferencia que tuvo lugar a mediados del mes de mayo, tan sólo los jueces Byron White y William Rehnquist votaron a favor de tramitar el asunto. O´Connor ofreció un “unirse a tres”, es decir, que facilitaría el decisivo cuarto voto si otros tres jueces votaban favorablemente a la tramitación. Pero no existía un tercer voto en ese momento.

Powell solicitó que se esperase al menos una semana más y permitirle reflexionar sobre el litigio, y cuando los nueve votaron nuevamente a finales de mes, se mostró dispuesto a otorgar el tercer voto. Así, y con el “unirse a los tres” de O´Connor, el asunto se admitió a trámite”

La vista oral del caso tuvo lugar el 29 de febrero de 1984, con los jueces Thurgood Marshall y William Rehnquist ausentes por enfermedad, así que debido a tal ausencia ambos decidieron no tomar parte en las deliberaciones sobre el asunto. Según el artículo:

“En la única deliberación que los jueces mantuvieron tras la visa oral del caso Chevron, el voto de los siete jueces fue un ajustado 4-3. O´Connor reflejó en sus notas que muchos de los jueces estaban indecisos o “muy vacilantes”.

También pareció ligeramente irritada por la decisión de Rehnquist. Éste había sido uno de los votos favorables a tramitar el caso. En la nota donde anotó las observaciones de cada juez, junto al nombre de Rehnquist anotó: “fuera del asunto uno de los cuatro jueces que votó por tramitarlo”.

En esa votación inicial el entonces chief justice Warren Burger y el juez William Brennan, ideológicamente en polos opuestos, coincidieron en su valoración y se encontraron entre los tres disidentes, siendo la tercera precisamente la propia O´Connor. Así, el juez Byron White, como el más veterano de los que integraban la mayoría, nombró ponente a John Paul Stevens, mientras que el chief justice Burger, en el sector minoritario, solicitó a Brennan que redactase el voto particular disidente, a lo que éste no era muy propicio, así que optó por permanecer a la espera de conocer el borrador de sentencia de Stevens, afirmando que:

abrigo alguna esperanza que John redacte una sentencia que nos permita ir unidos. Precisamente estoy redactando el borrador de una carta para él en este sentido. Preferiría, por tanto, aceptar la tarea sólo de forma provisional y esperar a la respuesta de John antes de ir más allá y redactar un voto particular.”

Brennan ulteriormente cambió de criterio y aceptó una mínima modificación en el borrador de Stevens, pasando a integrarse en la mayoría. El día 14 de junio de 1984 O´Connor dirigió un escrito a sus colegas en el cual manifestaba su intención de abstenerse en tres asuntos, uno de ellos el asunto Chevron. La nota, cuyo original consta reproducido en el artículo, afirmaba que:

“Mi padre falleció después de la vista oral. Su herencia está aún sin repartir, pero tengo interés por un fideicomiso que se establecerá. Entre la herencia se encuentran acciones de al menos una de las partes en esta causa y, en tanto se reparta la herencia, considero es mejor que no participe en el caso.”

Sin O´Connor, Rehnquist y Marshall, de los seis jueces restantes a los cuatro que integraban la mayoría inicial (Byron White, Harry Blackmun, Lewis Powell y John Paul Stevens) se incorporó William Brennan, lo que dejaba al chief justice Warren Burger como único disidente. Quizá para evitar la imagen que daría la sentencia contando con presidente de la institución como único discrepante, éste optó por una retirada estratégica manifestando en un escrito dirigido a Stevens que “ahora estoy convencido que has dado la respuesta adecuada a este asunto”.

En definitiva, un caso que estuvo a punto de no tramitarse y que inicialmente se resolvió con una mayoría ajustadísima de 4-3 y con los jueces no precisamente muy seguros de su posición, finalizó con una sentencia adoptada por unanimidad de seis jueces con tres que no participaron. Sobre esas movedizas bases se asentó una sentencia clave para el derecho administrativo.

No fue la primera, ni será la última vez que tiene lugar algo parecido. El célebre asunto Clay v. United States, donde el célebre púgil Cassius Clay (rebautizado como Muhammad Ali) vio cómo el Tribunal Supremo revocaba su condena por negarse a participar en la guerra de Vietnam tras ser llamado a filas, vivió una historia parecida: a punto estuvo de ni tan siquiera tramitarse, y en la votación inicial de los jueces una amplísima mayoría votó por confirmar la sentencia recurrida. Por cierto, esta intrahistoria del caso fue llevada al cine, y constituye la base de El gran combate de Muhammad Ali, un film de 2013 interpretado por Frank Langella interpretando a Warrin Burger y Christoper Plummer en la piel de John Marshall Harlan II; recomiendo su visionado porque muestra de una forma muy didáctica el funcionamiento interno del Tribunal Supremo de los Estados Unidos y cómo, en ocasiones, las maniobras de jueces concretos son decisivas a la hora de cambiar de sentido una votación. Finalizo esta entrada ofreciendo a los lectores el trailer de ese film ambientado en el mundo judicial:

LA JURISDICCIÓN REVISORA EN LOS TRIBUNALES DE APELACIÓN SINTETIZADA EN CIEN PÁGINAS.

El Centro Judicial Federal es un organismo no exactamente judicial, sino “de apoyo” al ejercicio de funciones judiciales. Se encuentra regulado en el 28 U.S.C. 620-629, y su composición es casi exclusivamente judicial, pues su Junta Rectora la integran el chief justice (que la preside), dos jueces que sirvan en Tribunales de Apelación, tres jueces de distrito, un juez de quiebras y otro magistrado elegido por la Conferencia Judicial; el único miembro no judicial es el Director de la Oficina Administrativa de los Tribunales de los Estados Unidos, si bien conviene precisar que dicha autoridad es nombrada libremente por el chief justice. Las funciones del organismo están relacionadas con el análisis, estudio y desarrollo de planes tendentes a la mejora del funcionamiento de la justicia así como de formación continua de los jueces. No obstante, si uno se adentra en la regulación normativa, puede comprobar que una de las competencias de la Junta rectora del Centro es: “elaborar, coordinar y promover estudios relacionados con la historia del poder judicial de los Estados Unidos.”

Una de las enormes ventajas que tiene la persona interesada en el funcionamiento de la justicia en Estados Unidos es que gran parte de los informes, estudios y programas elaborados son de acceso público a través de la página web del organismo. Y entre ellos quisiera destacar hoy un trabajo que me parece digno de encomio, cual es la Introducción a la jurisdicción de los Tribunales de Apelación de los Estados Unidos, a cuya tercera edición cualquier persona interesada puede acceder. Son varios los motivos por los cuales esta obra merece destacarse:

Primero.- En primer lugar, su brevedad. Si incluimos portada, contraportada, páginas en blanco, índice onomástico y de pleitos citados, el trabajo cuenta tan sólo con 156 páginas, siendo así que el contenido material del estudio propiamente hablando se ciñe a 102. En ese centenar de páginas se expone tanto la evolución histórica de la jurisdicción revisora (desde su antecedente inmediato, los Tribunales de Circuito hasta los modernos Tribunales de Apelación) y una aproximación sintética al sistema de apelaciones existente en la actualidad. Como se expone en el breve párrafo de la contraportada: “Este manual consiste en una breve introducción a la compleja y llena de matices competencia material de los tribunales de apelación estadounidenses. Aborda cuestiones procesales que van desde el ejercicio de la función revisora en las apelaciones, hasta las resoluciones finales y apelaciones interlocutorias. Comprende las apelaciones civiles, penales, recursos extraordinarios y revisión de los actos de las agencias administrativas federales.” Se trata, pues, de una visión global de la jurisdicción revisora, tanto en sus aspectos históricos, procedimentales y, sobre todo, materiales.

Segundo.- En las páginas VIII y IX de la introducción cuenta con dos elementos imprescindibles y que suponen un imprescindible elemento de apoyo previo a la comprensión del texto. El primero consiste en un esquema donde en una sola página el lector puede visualizar el sistema judicial federal de los Estados Unidos; el segundo, un mapa del territorio donde viene delimitado el ámbito territorial (el “circuito”) en el que cada Tribunal de Apelación ejerce su jurisdicción. Conviene indicar que, a diferencia de lo ocurrido en los diez primeros años de historia constitucional, donde los circuitos eran identificados por una denominación geográfica (este, medio y sur) desde 1802 se les identifica por un ordinal, del primero al undécimo; la única excepción de órgano que mantiene su identificación en base a una determinación geográfica es el importantísimo Tribunal de Apelaciones del Distrito de Columbia.

Tercero.- Desde el punto de vista sistemático, tras un primer capítulo introductorio (donde se expone el objetivo principal de la obra, los antecedentes históricos y las perspectivas de futuro en relación a los Tribunales de Apelación), cada uno de los capítulos aborda el análisis de la jurisdicción revisora por órdenes jurisdiccionales (civil, penal y administrativa). Insistimos en que no debe esperarse un análisis exhaustivo, sino, como el propio título de la obra indica, una simple introducción que, a modo de brújula, permita al grumete adentrarse en el proceloso océano de la jurisdicción federal.

Cuarto.- Limitando el análisis al capítulo dedicado a la revisión judicial de la actividad administrativa, conviene incidir en varias notas características del sistema:

4.1.- Ausencia de norma general de atribución competencial. No existe una previsión o norma que, con carácter genérico atribuya la competencia a los Tribunales de Apelación para conocer de la impugnación judicial de actuaciones administrativas; por el contrario, la competencia se atribuye norma por norma y, así, “la Conferencia Administrativa de los Estados Unidos estima que hay 650 de esas previsiones legales” que contemplan esa revisión judicial, de las cuales “183 de ellas canalizan la apelación a través de los Tribunales de Apelación”, revisión que, por tanto, “difiere de una apelación civil o penal de una resolución del juzgado de distrito.”

4.2.- Diverso grado de dificultad material. Tras informar que la revisión judicial de la actuación de las agencias supone entre el 15 y el 20% de la actividad ordinaria de los Tribunales de Apelación, se precisa que tal revisión judicial de actuaciones administrativas: “varían en su complejidad, dificultad y contenido dado el ámbito material de regulación atribuido a las agencias, tales como la Comisión de Comercio Federal, la Comisión Federal de Comunicaciones, la Administración de Aviación Federal y la Agencia de Protección Ambiental”; así, las materias a las que se enfrentan los Tribunales de Apelación pueden ir “desde una reclamación patrimonial derivada de un programa federal de protección social a un asunto medioambiental con repercusiones nacionales e incluso globales”. También se indica que, ocasionalmente, en determinadas materias “puede llegar a acumularse tal número de asuntos hasta el punto de colapsar el funcionamiento de algunos Tribunales de Apelación.”

4.3.- Evolución de la competencia objetiva. En un principio, el régimen de impugnación de actos administrativos seguía el mismo esquema que la tramitación de una asunto civil o penal: demanda en el juzgado de distrito y la sentencia de éste impugnable ante el Tribunal de Apelación del circuito en que aquél estuviese integrado. La situación mutó en la segunda década del siglo XX, donde los diversos textos legales trasladaron a los Tribunales de Apelación la competencia objetiva para conocer de la impugnación de actos administrativos. Se instauró así el denominado “appelate review model”, que viene a equiparar en la práctica, a efectos exclusivamente impugnatorios, la resolución final de la agencia a una sentencia dictada por el juzgado de distrito.

4.4.- Diversas concepciones sobre la extensión material del control judicial. En lo relativo a la amplitud del control jurisdiccional, “tribunales y jueces” oscilan entre dos tendencias opuestas. Una que ciñe su actividad tan sólo a “cuestiones procesales y jurisdiccionales excluyendo la posibilidad de entrar en el fondo”, y la segunda que “parece estar propicia, incluso ansiosa de entrar en cuestiones sustantivas”.

En definitiva, un magnífico resumen que, a modo de sólido pilar, facilita que la persona interesada pueda construir un sólido edificio de conocimientos en una materia tan diversa y compleja como es la jurisdicción revisora federal en los Tribunales de Apelación.

LA JUSTICIA DIGITAL: SITUACIÓN OFICIAL Y REAL EN EL ÁMBITO DEL PRINCIPADO DE ASTURIAS.

El pasado miércoles día 20 de marzo de 2024 entraron en vigor las reformas operadas en las distintas leyes procesales por el Real Decreto Ley 6/2023 de 19 de diciembre. Así pues, desde ese momento la justicia española entrará en plena era digital situándose a la vanguardia tecnológica, o al menos así lo expone el apartado I del kilométrico preámbulo; cuando menos, tal será la realidad “oficial” pues, como es bien sabido, la fría prosa oficial lo resiste todo.  Ahora bien, lo que debe preguntarse es si la realidad tecnológica existente en las dependencias judiciales permite las alegrías que la legislación impone. Y la respuesta es que no.

Un botón de muestra. El día 21 de marzo de 2024 (es decir, tan sólo un día después de la entrada en vigor de las reformas procesales) la Sala de gobierno del Tribunal Superior de Justicia de Asturias constató el “fallo sistemático y reiterado” de las aplicaciones informáticas en los juzgados de asturianos. Veamos lo que se expone en la nota oficial hecha pública en la página web del Consejo General del Poder Judicial:

La Sala de Gobierno del Tribunal Superior de Justicia de Asturias, durante su última reunión ordinaria ha acordado comunicar públicamente “que viene constatando el fallo sistemático y reiterado de las aplicaciones judiciales informáticas, con especial incidencia en el Expediente Digital, con el cual se pretendía sustituir al expediente en papel”, lo que ha provocado que, en varias ocasiones, se haya tenido que recurrir a la tramitación exclusivamente en papel.

“La interrupción del sistema y su lentitud, particularmente acusada en las últimas semanas, han llegado a un punto insostenible que afecta al correcto funcionamiento de la Administración de Justicia y al despacho de los asuntos, con el consiguiente perjuicio para los ciudadanos”, consideran los magistrados.

Para la Sala “es indiscutible que los jueces y magistrados que desempeñan su labor en el Principado han apostado por la introducción de las nuevas tecnologías en la Administración de Justicia, mostrado un claro compromiso en esta línea”. Sin embargo, para ellos “nunca se ha logrado un funcionamiento eficaz y sostenido del sistema, que se ha suplido con el esfuerzo y el compromiso aludido” habiéndose llegado a “la agudización de la deficiente situación”.

El órgano de gobierno de los jueces vuelve a instar a la Administración prestacional, “a adoptar las medidas oportunas para asegurar el adecuado funcionamiento del Expediente Electrónico y sus aplicaciones, a fin de garantizar el normal desempeño de la Administración de Justicia”

En la magnífica novela Matar un ruiseñor, la narradora, una adulta Jean Louise (“Scout”) Finch, nos revela que su padre, el abogado Atticus Finch, solía decir que: “Nunca puedes entender realmente a una persona hasta que contemples las cosas desde su punto de vista, hasta que te pongas en su lugar”. En definitiva, que para analizar correctamente una cuestión debe uno salir de su perspectiva y situarse en la del contrario. Esa afirmación vale igualmente para la Administración en general y para la de Justicia en particular: uno nunca puede entender realmente del todo a quienes forman parte de ella hasta que no se pone en su lugar. Tal afirmación es aplicable no sólo en una dirección (letrados y procuradores hacia los empleados públicos) sino a la inversa (empleados públicos hacia letrados y procuradores). Muchas de los malos entendidos proceden en general de esa falta de comprensión, de no ponerse en la piel del contrario.

El redactor de estas líneas ha tenido el inmenso privilegio de poder situarse en más de una ocasión al otro lado de la orilla. Así, por ejemplo, ha cursado estudios universitarios, pero un cuarto de siglo después de finalizados regresó a su alma mater como profesor asociado, lo que implicó visionar la comunidad docente desde una óptica distinta y matizar algunos juicios que como estudiante había realizado sobre el profesorado y su actividad Y, tras un cuarto de siglo ejerciendo la abogacía, ha tenido la oportunidad desde hace casi un año de contemplar la realidad de la Justicia española desde la otra orilla, como Letrado de la Administración de Justicia sustituto. Y precisamente por ello, puede aseverar que la nota emitida por la Sala de Gobierno si de algo peca es de inmensamente generosa en su descripción de la realidad cotidiana.

En efecto, la realidad de los medios materiales es no ya deficiente, sino lamentable, cuando menos si se compara con otros entes o servicios administrativos que sí están mimados y a quienes se coloca entre algodones. Si un día no falla uno de los programas lo hace otro, cuando no el certificado digital o el programa de firmas. Día sí y día también los programas fallan (además, uno de ellos invariablemente en la misma franja horaria) y tampoco son infrecuentes los días en que el programa que de ordinario utiliza el personal para realizar las actuaciones y las notificaciones funciona con exasperante lentitud, cuando no abiertamente se burla del usuario al bloquearse e impedir su utilización. Hasta tal punto que el humilde redactor de estas líneas ha optado por trabajar directamente con Microsoft Word y volcar los escritos una vez finalizados, para evitar el riesgo de hacerlo en un programa y que, culminado el texto, se pierda porque el programa deje de funcionar. Cuento al respecto una anécdota sumamente reveladora. En cierta ocasión en que hubo de contactarse con el servicio responsable de subsanar las incidencias existentes con medios tecnológicos, quien suscribe preguntó animus iocandi su interlocutor, por pura curiosidad, si los problemas que de forma cotidiana asediaban a los medios tecnológicos de la Administración de Justicia se producían en el organismo autonómico encargado de la gestión y recaudación tributaria; la respuesta fue tan directa como elocuente: un “no” rotundo. Un monosílabo que vale por todo un tratado.

Es evidente que no puede hacerse un cesto con estos mimbres. Evidentemente, ignoro lo que puede ocurrir en otros territorios dependientes del Ministerio de Justicia o de otras Comunidades Autónomas, pero desde luego, la situación existente en el Principado de Asturias es manifiestamente mejorable, y ello por ser excesivamente generoso. Y no hablemos ya de la falta de elementos personales porque la situación sería para echarse a llorar, dado que órganos judiciales que precisan de personal de refuerzo (con todos los informes favorables para ello, constatando la sobrecarga de trabajo y el sobreesfuerzo de la plantilla) han visto denegada su solicitud por silencio, con el potísimo argumento que se han agotado los fondos para ello. Sin embargo, esa misma Administración autonómica que no posee dinero para dotar de personal de refuerzo a un órgano judicial mantiene, en un edificio de cinco pisos, tres empleados públicos del grupo de subalternos (los “bedeles” de toda la vida) por planta; todo un logro en la gestión de recursos humanos.

La realidad es tozuda, y por mucho que los textos legales transiten por un sentido, la realidad lo hace en dirección opuesta. Mucho me temo que, de no paliarse la situación e invertir en equipos informáticos y en sistemas tecnológicos modernos y adecuados a lo que de ellos se espera, la teórica digitalización y revolución tecnológica en la justicia quedará en un pío deseo en el mejor de los casos o en una mera declaración de intenciones (más o menos sincera) en otro.

En estos casos, suele venirme a la memoria el párrafo que Alexander Hamilton (cuya brillantez intelectual era tan sólo equiparable a su falta de escrúpulos) incluyó en el famoso ensayo septuagésimo octavo del clásico Federalista:

“Quienquiera que contemple de forma atenta los poderes del estado debe percibir que, allí donde tales poderes se encuentren separados, el judicial, por la naturaleza de sus funciones, siempre será el menos peligroso para los derechos políticos de la Constitución, porque será el menos capaz para enojarlos o dañarlos. El Ejecutivo no sólo dispensa los honores, sino que blande la espada de la comunidad. El legislativo no sólo maneja los fondos públicos, sino que prescribe las leyes por las que deben regirse los deberes y derechos de cada ciudadano. Por el contrario, el judicial no posee influencia sobre la espada ni sobre los fondos; no determina la fuerza ni la riqueza de la sociedad, y no puede tomar decisión activa alguna. Puede verdaderamente decirse que no posee FUERZA ni VOLUNTAD, tan sólo juicio; y debe depender en última instancia de la ayuda del brazo ejecutivo incluso para la eficacia de sus sentencias.”

ROBERT H. JACKSON, EL CASO BARNETTE Y LA «ESTRELLA FIJA» DE LA «CONSTELACIÓN CONSTITUCIONAL».

En épocas como las actuales, donde la omnívora voracidad del poder público se adentra hasta los aspectos más íntimos del individuo, conviene como nunca recordar la célebre frase que el juez Robert H. Jackson incluyó en la sentencia West Virginia Board of Education v. Barnette (319 U.S. 624 ([1943]). No obstante, conviene hacer un poco de historia para ubicar la sentencia en su contexto histórico y político.

Apenas tres años antes, el 3 de junio de 1940, el Tribunal Supremo había hecho pública la sentencia Minersville School District v. Gobitis (310 US 586 [1940]) donde por una mayoría abrumadora (ocho votos frente a uno, con Harlan Fiske Stone como único disidente) había considerado que la imposición del saludo obligatorio a la bandera era plenamente constitucional. El ponente, Felix Frankfurter, optó por echar balones fuera a través de la filosofía del retraimiento judicial, pero dejando bien claro que en cuanto al fondo la medida no la veía con malos ojos:

“No depende de nuestro criterio la sabiduría de educar a los niños en impulsos patrióticos a través de estas obligaciones que necesariamente impregnan gran parte del proceso educativo. Mas aunque estuviésemos convencidos de la insensatez de la medida, ello no sería prueba de su inconstitucionalidad.”

Frankfurter plasmaba una idea tan antigua como la propia república federal y que James Wilson, uno de los padres fundadores, había incluso enunciado en los debates constituyentes al afirmar que una ley podía ser mala, inconveniente y desaconsejable pero no necesariamente inconstitucional. Pero en una frase que no puede desligarse del momento histórico en el que se incluyó (con las tropas del Tercer Reich ocupando casi toda Europa), Frankfurter fue más allá:

“La base última de una sociedad libre es el lazo de sentimiento de cohesión. Tal sentimiento lo fomentan todas aquellas agencias de la mente y espíritu que pueden servir para recoger las tradiciones de un pueblo, transmitirlas de generación en generación y, por ende, crear esa continuidad de vida común que constituye el tesoro de una civilización. “Vivimos de símbolos”. La bandear es el símbolo de nuestra unidad nacional que trasciende a todas nuestras diferencias internas, por grandes que sean, dentro del marco de la Constitución.”

No obstante, como indica Cliff Sloan en su magnifico ensayo The Court at war, algunos de los jueces que integraron la mayoría pronto se desmarcaron, y entre ellos Hugo Black, el antiguo integrante de Ku Klus Klan y bestia negra de Frankfurter. Como éste recogió en su diario, cuando tuvo una conversación con su colega William O. Douglas sobre el cambio de criterio de Black en un asunto similar, Frankfurter le preguntó si Black: “había leído de nuevo la constitución”, a lo que Douglas le respondió: “No. Tan sólo ha leído los periódicos.” Buena prueba que ni los jueces son inmunes a los titulares.

No tardó mucho en presentarse la ocasión de dejar sin efecto la doctrina Gobitis, y tres años más tarde llegó al Tribunal Supremo el asunto Barnette. En esta ocasión, a los tres jueces que habían manifestado ya que consideraban un error su anterior postura (Hugo Black, William Douglas y Frank Murphy) se incorporaron los dos nuevos jueces (Robert H. Jackson y Wiley Rutledge), de tal forma que Harlan Fiske Stone, ahora chief justice, pudo aglutinar a su alrededor una sólida mayoría de seis jueces que dejase sin efecto la doctrina Gobitis. En un inteligente movimiento, atribuyó la ponencia al juez Robert H. Jackson, una persona con una enorme facilidad para transmitir ideas con frases que permanecerían grabadas de forma indeleble en el público, y ello pese a que carecía de formación jurídica reglada (Jackson fue el último de los jueces del Tribunal Supremo que accedió sin finalizar los estudios universitarios, sino formándose como jurista a la antigua usanza, es decir, de forma práctica en un despacho de abogados). Tras exponer a lo largo de la sentencia los motivos por los cuales consideraba que la obligación de imponer el saludo a la bandera a los testigos de Jehova vulneraba los derechos constitucionales reconocidos por la primera enmienda, incluyó este párrafo que debería grabarse en letras de mármol en todas las sedes de poderes estatales de cualquier naturaleza:

“Si hay una estrella fija en nuestra constelación constitucional es que ningún cargo público, de mayor o menor rango, puede prescribir qué debe ser ortodoxo en política, cuestiones nacionales, religión o cualquier otro asunto de opinión, ni forzar a los ciudadanos a expresar de palabra o hechos su criterio al respecto. Si hay alguna circunstancia que permita una excepción, actualmente no se nos ocurre ninguna.”

Ha de tenerse en cuenta que la sentencia Barnette se hizo pública en junio de 1943, es decir, todavía en plena Guerra Mundial. Aun así, y pese a que el Tribunal Supremo procuró no desautorizar lo más mínimo a Roosevelt (tanto por la peculiar coyuntura bélica como por los fuertes vínculos de naturaleza política y amistosa que unían a gran parte de los jueces con el mandatario demócrata), el Tribunal Supremo no dudó en proteger la libertad de expresión frente a cualquier manifestación de poder público que impusiese no ya el juramento de lealtad a la bandera, sino cualquier tipo de orientación política, religiosa, nacional o histórica. Es más, unos párrafos antes había ya adelantado ese criterio con un párrafo no menos elocuente:

«El propósito mismo de la Declaración de Derechos no fue otro que retirar determinadas materias de las vicisitudes de las controversias políticas, situándolas más allá de mayorías y cargos y estableciéndolo como principio jurídico aplicable por los tribunales. El derecho individual a la vida, libertad, propiedad, libertad de prensa, libertad de culto y de reunión y otros derechos fundamentales no pueden depender del voto; no dependen del resultado de ninguna elección«

Parece evidente que esa “estrella fija” de la cual hablaba Jackson hoy en día ha debilitado mucho su fulgor.

LINDKE v FREED: ¿EJERCE (Y, POR TANTO, ES JURÍDICAMENTE RESPONSABLE) FUNCIONES PÚBLICAS UN CARGO PÚBLICO CUANDO BORRA COMENTARIOS Y BLOQUEA USUARIOS EN SU CUENTA DE REDES SOCIALES?

Anteayer viernes día 15 de marzo de 2024, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos hubo de enfrentarse a un tema de rabiosa actualidad que aborda cuestiones tan candentes como las redes sociales de personajes públicos, el bloqueo de comentarios adversos y la relación de ambos con una eventual vulneración del derecho a la libertad de expresión. Ya en su día nos hicimos eco de la noticia en una entrada que se publicó inmediatamente antes de la celebración del juicio oral del caso

El tema es de rabiosa actualidad. Es ya de uso común que en la era de las tecnologías que los dirigentes políticos y cargos públicos utilicen las redes sociales como cauce de interlocución ordinaria con los ciudadanos, e incluso como mecanismo de anuncios e iniciativas de calado político. Cada vez con más frecuencia, personas que acceden al mundo de la política convierten en públicos sus perfiles en las redes sociales, y pasen a incorporar noticias relacionadas con su actividad política entremezcladas con fotografías, comentarios y glosas de naturaleza indudablemente privada. El caso de Donald Trump es el más evidente, pero no el único, y en nuestro país tenemos unos cuantos ejemplos. El problema que se plantea consiste en dilucidar si el titular de la cuenta posee derecho a bloquear comentarios adversos y, en caso de ser negativa la respuesta, si ese bloqueo supone una infracción del derecho a la libertad de expresión de la persona bloqueada.

Tal es la situación que el máximo órgano judicial hubo de resolver en el asunto Lindke v. Freed. Expongamos los hechos del caso, las cuestiones jurídicas que se plantearon y la respuesta del máximo órgano judicial.

Primero.- Cuenta privada de un particular que pasa a ser político.

En un momento indeterminado (aunque antes de 2008), James Freed, entonces un simple estudiante, creó una cuenta en la red social Facebook. Inicialmente restringió su visibilidad tan sólo a quienes aparecían como “amigos”, pero al superar el límite de 5000, la convirtió en pública. Durante todo el tiempo, colgaba con mucha frecuencia intervenciones relativas a su vida diaria, entradas que eran de naturaleza estricta y exclusivamente privada.

Las cosas cambiaron ligeramente cuando en 2014 fue elegido concejal de la ciudad de Port Huron, en Michigan. En ese momento, actualizó su perfil para incorporar su nuevo cargo público, sustituyendo además la foto de perfil que hasta ese momento mantenía para incorporar otra en la que aparecía con traje en cuya solapa lucía el pin oficial del Ayuntamiento. Aquí es conveniente incluir estos dos párrafos de los antecedentes de hecho que constan en la sentencia porque son esenciales:

“Al igual que antes de su nombramiento, Freed manejó personalmente su cuenta. Y, al igual que antes de su nombramiento, Freed colgó frecuentemente (y con carácter principal) asuntos relativos a su vida personal. Incorporó cientos de fotos de su hija. Compartió escenas tales como la Daddy Daughter Dance, cena con su mujer y rutas con la familia. Citaba versículos de la Biblia, proyectos de mejora en su vivienda y fotos de su perro Winston.

Pero Freed también colgaba información relativa a su trabajo. Informaba de actividades cotidianas, como visitas a institutos locales, y otras no tan cotidianas, tales como el inicio de la reconstrucción del embarcadero de la ciudad. Compartía noticias sobre los esfuerzos de la ciudad para agilizar la recogía de hojas de la vía pública y estabilizar la recogía de agua de un río local. Destacaba asimismo comunicados de otros cargos públicos locales, tales como un comunicado de prensa del jefe de bomberos y el informe financiero anual del departamento económico. En alguna ocasión, Freed solicitó del público que compartiera sus entradas, por ejemplo, en una ocasión publicó el enlace a una encuesta municipal sobre vivienda y animó a todos a realizarla.”   

Orillando la valoración que a título particular pueda merecer que una persona exponga al público, sin el más mínimo rubor, aspectos de su más estricta intimidad, lo cierto es que la cuenta de Freed desde el punto de vista de su contenido trasladaba al público aspectos tanto de su vida personal y familiar como acontecimientos que claramente pertenecían al ámbito de su faceta como cargo público local. Y aquí vino el problema, sobre todo tras la pandemia del COVID-19, cuando en su perfil empezaron a aparecer comentarios críticos con la gestión municipal durante esos difíciles meses.

Y aquí hizo su aparición Kevin Lindke. Cuando Freed colgó en su perfil una foto en la que aparecía junto con el alcalde recogiendo comida de un restaurante, Lindke efectuó un comentario lamentando que mientras los “vecinos sufrían”, los cargos públicos locales almorzaban en restaurantes no precisamente económicos “en vez de preocuparse por la comunidad”. Freed borró los comentarios, y posteriormente bloqueó a Lindke.

Si Freed creyó que bloqueando a un crítico los problemas iban a terminar, no podía estar más equivocado.

Segundo.- La vía procesal en las instancias y en el Tribunal Supremo.

2.1.- El asunto en las instancias judiciales inferiores.

Kevin Lindke interpuso una demanda por vulneración de derechos fundamentales al amparo del 42 USC 1983. El precepto invocado se encuentra englobado dentro del Título 42 (“Salud Pública y bienestar”), Capítulo 21 (“Derechos fundamentales”), Sección I, y lleva por título “procedimiento por privación de derechos”. El texto del precepto invocado por Lindke es el siguiente:

“Toda persona que, al amparo de cualquier ley, reglamento, ordenanza costumbre o uso de cualquier Estado o Territorio o del Distrito de Columbia, cause o provoque que se prive a cualquier ciudadano de los Estados Unidos u otra persona dentro su jurisdicción de cualesquier derecho, privilegio o inmunidad garantizado por la Constitución y las leyes, será responsable ante la parte perjudicada, quien podrá entablar una acción en derecho, equidad o cualquier otro procedimiento adecuado tendente al restablecimiento del derecho…”

Lindke consideró que Freed, al suprimir sus comentarios y bloquearle, había cercenado su derecho a la libertad de expresión. Sin embargo, el Juzgado de Distrito desestimó la demanda al considerar que el precepto invocado por el actor sólo cabía esgrimirlo frente a actuaciones de cargos públicos actuando en ejercicio de funciones públicas, y al considerar que la cuenta de Facebook que gestionaba Freed contenía publicaciones mayoritariamente privadas, no podía extenderse el ámbito del artículo 1983 más allá de sus estrictos límites. El Tribunal de Apelaciones del Sexto Circuito confirmó la sentencia, ahora bien, lo hizo de una forma muy particular. Tras reconocer que la jurisprudencia al respecto era “dudosa”, para verificar si, a los efectos del artículo 1983 se estaba ante una actuación pública o privada, el Tribunal incidió en “si el cargo público está desarrollando, explícita o implícitamente, funciones inherentes el puesto ocupado, de tal manera que esa actuación no pudiera llevarse a cabo sin la autoridad del cargo”, lo cual, aplicándola al supuesto concreto del bloqueo en Facebook, le llevó a concluir que se estaba ante una actuación estrictamente particular no englobable en el ejercicio de competencias públicas.

Ahora bien, otros Tribunales de Apelación a la hora de enfrentarse a supuestos análogos, se centraban más en la naturaleza del contenido material de las intervenciones. Así ocurrió, por ejemplo, en el caso Knight First Amendment Institute v. Donald Trump, resuelto el 9 de julio de 2019 por el Tribunal de Apelaciones del Cuarto Circuito, que en su momento analizamos con profusión.

Por ello, Lindke acudió al Tribunal Supremo quien admitió a trámite el recurso fijando la cuestión a resolver en los siguientes términos:

“Si la actividad en las redes sociales de un empleado público supone una acción estatal sólo si utiliza la cuenta para desarrollar funciones públicas o al amparo de la autoridad de su cargo”.

2.2.- La doctrina del Tribunal Supremo.

Pues bien, la doctrina del Tribunal Supremo es clara y, sobre todo, unánime. En efecto, la sentencia, de la que fue ponente la juez Amy Coney Barret, contó con el apoyo de todos sus colegas y no se incorporó ningún voto particular, por lo que sobre este aspecto es de agradecer que el pronunciamiento se refuerce con esa unidad sin fisuras.

Tras exponer los antecedentes fácticos y sintetizar los pronunciamientos de instancia, la sentencia inicia su fundamentación jurídica con la cita del precepto legal en el que se ampara la acción judicial que dio origen a los autos, a lo que incorpora una reflexión evidente:

“En ocasiones, es difícil trazar la línea que se para la conducta privada de las funciones públicas. Griffin v. Maryland (378 US 130 [1964]) es un buen ejemplo. En dicha ocasión, concluimos que el guardia de seguridad de un parque de atracciones privado ejercitaba funciones públicas cuando ejecutó las directrices del titular segregando a las personas de color. Aun cuando empleado del parque, el guardia había sido “designado como delegado del sheriff del condado de Montgomery” y, por tanto, ostentaba “las mismas funciones y facultades” que cualquier otro ayudante de sherriff.” El estado, por tanto, había permitido que su poder fuese ejercido por un particular. Y lo que debe tenerse en cuenta es la fuente del poder, no la identidad del empleador.”

De la teoría general, al ámbito particular de las redes sociales:

La cuestión es difícil, especialmente en un asunto relativo a un cargo estatal o local que de manera habitual interactúa con el público […] Aunque los empleados públicos pueden actuar en nombre del estado, también son ciudadanos particulares con sus propios derechos constitucionales. Al excluir del enjuiciamiento “actos de empleados públicos en el ámbito de su esfera privada” (Screws v. United States, 325 US 91, 111 [1945]) el requisito de ejercer funciones estatales “protege una amplia esfera de libertad individual” a quienes sirven como empleados o cargos públicos.

La disputa entre Lindke y Freed ilustra esta dinámica. Freed no renunció a sus derechos de libertad de expresión cuando se convirtió en concejal. Al contrario, la “primera enmienda protege el derecho de un cargo público, en determinadas circunstancias, a pronunciarse como simple particular a la hora de abordar asuntos de importancia pública. Garcetti v. Ceballos, 547 US 410 (2006).”

La conclusión a la que llega el Tribunal es, por tanto, evidente:

“Lindke no puede escudarse en la condición de Freed como cargo público. La distinción entre actividad pública y privada descansa en el contenido, no en el puesto. Un particular puede ejercer funciones públicas, y un cargo público puede tener vida privada y ejercer sus propios derechos constitucionales. Categorizar la conducta requiere, pues, un análisis más profundo.”

Lo cual apunta ya a una conclusión: no basta con invocar la condición de empleado o cargo público del titular de la red social, sino que ha de estarse al contenido de lo publicado en la red. De ahí que sea necesario un análisis caso por caso, que es lo que el tribunal se impone pues, como indica el propio órgano judicial: “es necesario un análisis más profundo en el contexto de cargos públicos que utilizan redes sociales.” Y la conclusión a la que llega el Tribunal es la siguiente:

“A los efectos del artículo 1983, el uso de las redes sociales por un cargo público debe entenderse que implica ejercicio de funciones públicas sólo si: (1) posee la autoridad para pronunciarse en nombre del ente público, y (2) pretenda ejercitar dicha autoridad cuando se expresa en las redes sociales. “ Como indica más adelante la sentencia “Para que la actividad en las redes sociales implique ejercicio de funciones públicas no sólo debe poseerse autoridad pública, debe también pretenderse ejercerla”. Es más, el Tribunal Supremo incluso ofrece un ejemplo:

“El presidente de la Junta de Educación anuncia en una reunión de dicho órgano que éste ha levantado las restricciones impuestas durante la pandemia en los centros educativos públicos. La noche siguiente, en una barbacoa celebrada en su jardín con amigos cuyos hijos acuden a centros públicos, comunica que la junta alzó las restricciones impuestas durante la pandemia. En el primer caso nos encontramos ante una actuación llevada a cabo en el ejercicio de funciones públicas como presidente de la Junta de Educación; en el segundo, con una actuación particular como amigo y vecino. Aunque en el fondo el anuncio es el mismo, el contexto (una reunión oficial frente a un evento privado) difiere. El emisor invocó su autoridad oficial únicamente cuando actuó como presidente de la Junta de Educación.”

No obstante, la actuación de Freed se reconoce en la propia sentencia como “difusa”. En primer lugar, por la diversa naturaleza de las cuestiones que incorpora a su página, pero, en segundo lugar, porque:

“Este tipo de asuntos difíciles requiere ser consciente de que un cargo público no necesariamente pretende actuar en el ejercicio de una función pública simplemente al pronunciarse sobre un asunto de tal naturaleza.”

A lo que la sentencia añade otra circunstancia a tener en cuenta:

“Una última cuestión. La naturaleza de la tecnología importa a los efectos de este análisis. Lindke impugna dos actuaciones que Freed llevó a cabo. Éste suprimió los comentarios de Lindke y le bloqueó para impedirle realizar otros. En lo que a la supresión se refiere, las únicas entradas relevantes son aquéllas en las que se incluyeron los comentarios fueron borrados. El bloqueo es una cuestión diferente. Dado que éste opera sobre toda la página, el tribunal debe considerar si Freed ejerció funciones públicas en relación a cada entrada que Lindke deseó comentar.

La contundencia de la herramienta de bloqueo de Facebook pone de manifiesto el coste de una cuenta de redes sociales de «uso mixto»: si la única opción existente es el bloqueo de la página, un empleado público podría ser incapaz de impedir que alguien comente sus publicaciones personales sin arriesgarse a incurrir en responsabilidad por impedir también que se comenten sus publicaciones oficiales. Por lo tanto, un empleado público que no mantenga sus publicaciones personales en una cuenta expresamente clasificada como personal se expone potencialmente a una mayor responsabilidad.”

En definitiva, que en la práctica el Tribunal Supremo lo que hace es trasladar al impugnante la carga de acreditar básicamente la segunda de las circunstancias, es decir, que en la decisión de bloquear y de suprimir los comentarios pretendió actuar ejerciendo funciones de cargo público. Lo cual, evidentemente, impone un análisis caso por caso.

«ESPAÑOLIZACIÓN» DE LA DOCTRINA WEST v BARNES: LAS APELACIONES (NO LAS CASACIONES) CIVILES (NO LAS CONTENCIOSAS): SE PRESENTARÁN DIRECTAMENTE ANTE EL ÓRGANO QUE HA DE RESOLVER EL RECURSO.

El día 3 de agosto de 1791 el Tribunal Supremo de los Estados Unidos hizo pública su primera sentencia, la del caso West v. Barnes. La cuestión jurídica a resolver era muy sencilla: si el writ of error interpuesto por el recurrente William West frente a la sentencia dictada por el Tribunal de Circuito de Rhode Island debía resolverse o si, por el contrario, debía acogerse la excepción presentada por el recurrido, William L. Barnes, que curiosamente llevó su propia defensa al ser abogado en ejercicio. Y es que Barnes planteó que no debía admitirse ni tan siquiera el recurso dado que se presentó en el Tribunal de Circuito de Rhode Island (el que había dictado la resolución impugnada) en vez de hacerlo, como imponía la normativa vigente, ante el Tribunal Supremo, órgano competente para resolver la impugnación. El razonamiento de los jueces (que la prensa de la época reprodujo íntegramente) fue unánime: no cabía admitirlo dado que los recursos debían interponerse directamente ante el órgano encargado de resolver, que sería el encargado de reclamar los autos al tribunal de instancia. En los Dallas Reports, aunque no se transcribe el razonamiento de los jueces, sí consta lo siguiente: “El Tribunal resuelve, por unanimidad, que los writs of error interpuestos ante este tribunal frente a resoluciones de órganos inferiores únicamente pueden presentarse ante la secretaría de este tribunal” Aunque algunos de los jueces expresaron, tanto de forma pública como privada (en el caso del chief justice Jay, en sus diarios) que el plazo de diez días les parecía excesivamente reducido teniendo en cuenta las distancias y los medios de locomoción de la época, consideraron que la redacción de la ley era tan clara que no permitía duda alguna, indicando que correspondía exclusivamente al Congreso modificar la ley para solventar las disfunciones que su aplicación práctica ocasionase. Doscientos treinta y tres años después, la práctica estadounidense sigue siendo la misma: los recursos se interponen ante el órgano que conoce del recurso, y no al de instancia.

El sistema español ha seguido la vía opuesta, de tal forma que los recursos se interponían ante el órgano que dictó la resolución impugnada, que era el encargado de registrar los escritos de recurso y oposición para, ulteriormente, elevarlos al órgano competente para resolver y emplazar a las partes para que compareciesen ante el órgano superior, debiendo presentar un simple escrito de personación ante el tribunal superior. Así ha sido, hasta el próximo 20 de marzo de 2024, donde la entrada en vigor del Real Decreto Ley 6/2023 de 19 de diciembre muta el régimen tradicional en las apelaciones civiles.

En efecto, el artículo 458.1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, en la nueva redacción que le otorga el citado Real Decreto Ley 6/2023, dispone que: “El recurso de apelación se interpondrá, cumpliendo en su caso con lo dispuesto en el artículo 276, ante el tribunal que sea competente para conocer del mismo, en el plazo de veinte días desde la notificación de la resolución impugnada, debiendo acompañarse copia de dicha resolución.” Sin embargo, esa previsión no se traslada a la casación, donde el artículo 479.1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil mantiene el sistema tradicional: “El recurso de casación se interpondrá ante el tribunal que haya dictado la resolución que se impugne dentro del plazo de veinte días contados desde el día siguiente a la notificación de aquélla.” En otras palabras, que los letrados, procuradores y Letrados de la Administración de Justicia habrán de estar avezados porque los recursos de apelación se interponen ya no ante los Juzgados de Primera Instancia, sino directamente ante la propia Audiencia Provincial, aunque paradójicamente los recursos de casación frente a las sentencias de este último órgano siguen interponiéndose ante la propia Audiencia.

Pero si extraña es esa dualidad de regímenes en el orden civil, lo extraño es que esa novedosa previsión respecto a dónde han de interponerse a partir del 20 de marzo de 2024 los recursos de apelación en el orden civil no se traslada al contencioso. En efecto, el artículo 85.1 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa mantiene su redacción: “El recurso de apelación se interpondrá ante el Juzgado que hubiere dictado la sentencia que se apele, dentro de los quince días siguientes al de su notificación, mediante escrito razonado que deberá contener las alegaciones en que se fundamente el recurso. Transcurrido el plazo de quince días sin haberse interpuesto el recurso de apelación, el Secretario judicial declarará la firmeza de la sentencia.” En otras palabras, lo que aparentemente era aconsejable en la jurisdicción civil no lo es en la contenciosa.

Desde luego, salvo motivos de esquizofrenia legislativa, no he logrado encontrar explicación alguna a esa diferenciación entre la apelación y la casación civil respecto al órgano donde ha de presentarse. Por lo menos el Preámbulo del Real Decreto Ley 6/2023 de 19 de diciembre no ofrece la más mínima explicación para esa diversidad entre la apelación y casación civil, como tampoco ofrece respuesta al interrogante de por qué no se traslada esa previsión del orden civil al contencioso.

Es posible que los redactores del citado instrumento considerasen que presentando directamente el recurso de apelación ante el órgano encargado de resolver se agilice la tramitación. Pero en ese caso, surgen de inmediato varios interrogantes. El primero y evidente, por qué no se traslada esa previsión al orden contencioso. ¿Debe inducirse, entonces, que esos hipotéticos motivos de agilización no son aplicables a la jurisdicción contenciosa? El segundo y más evidente: ¿Por qué en el orden contencioso no se produciría esa agilización? ¿O es que acaso no interesa agilizar la tramitación de los recursos?

También es más que posible que esta novedad no obedezca a causa alguna y se deba a una simple ocurrencia del legislador. En ese caso, ¿Por qué no traslada el sistema a la segunda instancia (es decir, por qué el recurso de casación no se interpone directamente en el Tribunal Supremo, como ocurre en los Estados Unidos)? ¿Y por qué esa ocurrencia tampoco se ha trasladado al orden contencioso?

En fin, parafraseando al célebre programa de los noventa, estamos ante “Misterios sin resolver”.

SEIS DECENAS DE TRABAJOS SOBRE LA AMNISTÍA Y SU CONSTITUCIONALIDAD.

Ha llegado a mis manos el interesantísimo libro La amnistía en España. Constitución y estado de derecho, conjunto de estudios que coordinan Manuel Aragón, Enrique Gimbernat y Agustín Ruiz Robledo, que recientemente ha visto la luz en la editorial Colex, y en la que más de seis decenas de juristas (y, por excepción, alguna intervención de personas ajenas al mundo del Derecho) se pronuncian al respecto. No se trata de una obra que pueda calificarse en puridad de novedosa, sino más bien de una compilación de los trabajos que los autores han ido publicando en diversos periódicos y medios de comunicación, tanto en soporte papel como en formato digital. Pero es interesante su lectura por varias razones:

Primera.- El prestigio y diversidad de los autores.

En efecto, si algo sorprende es que se acogen trabajos de personalidades del mundo del derecho que no sólo cultivan las diversas áreas del mundo jurídico, sino que provienen de los ámbitos más diversos, aunque prime la vinculación al mundo universitario.

Desde el punto de vista de las ramas del ordenamiento en la que son especialistas, el grueso de los autores proceden de tres grandes ámbitos:

1.1.- Constitucionalistas. Empezando por uno de los directores de la obra, Manuel Aragón Reyes (Catedrático emérito de Derecho Constitucional y exmagistrado del Tribunal Constitucional) y mi admirado Roberto Luís Blanco Valdés (catedrático de la misma disciplina), pasando por Francesc de Carreras, Javier Tajadura Tejada o Jorge Rodríguez-Zapata.

1.2.- Administrativistas. Encabeza la lista el hoy decano de la disciplina, el ilustre Tomás-Ramón Fernández Rodríguez (cuyo trabajo es una maravilla al aunar precisión y concisión), pasando por Francisco Sosa Wagner, Mercedes Fuertes, Miguel Ángel Recuerda Girela, Germán Fernández Farreres y José Antonio García-Trevijano.

1.3.- Penalistas. Cabe destacar al veterano Enrique Gimbernat, así como a Gonzalo Quintero Olivares, Alicia Gil Gil, José Antonio Lascuraín Sánchez) y José Luís Díez Ripollés.

En mucha menor medida, también hay especialistas en Derecho Internacional Público (Araceli Mangas Martín, Belén Becerril Atienza), filosofía del derecho (Manuel Atienza, José Jiménez Sánchez, Pablo de Lora).

Desde el punto de vista de su actividad profesional, es cierto que, como hemos dicho, prima la vinculación al mundo universitario. No obstante, entre los autores pueden encontrarse a antiguos magistrados del Tribunal Constitucional (Manuel Aragón, Jorge Rodríguez Zapata), Magistrados (Vicente Conde Martín de Hijas, Javier Delgado Barrio, Jaime Lozano Ibáñez, Jesús Manuel Villegas Fernández), Fiscales (Salvador Viada Bardají y Álvaro Redondo Hermida) personalidades vinculadas al Consejo de Estado (José Antonio Ortega Díaz-Ambrona, José Antonio García-Trevijano), antiguos integrantes del Cuerpo de Abogados del Estado (Elisa de la Nuez), algún notario (Rodrigo Tena) e incluso algún jurista más conocido por su vinculación al mundo de la política (Virgilio Zapatero).

Segunda.- Por la estructura.

La obra se estructura en seis partes, aunque las realmente importantes son las que van de la segunda a la cuarta, ambas inclusive. La primera (“Una visión general del estado de derecho en España tras las elecciones de julio de 2023”) íntimamente relacionada con la quinta (“El acoso a los jueces”) se centra en las delicadas fisuras, ya convertidas en importantes grietas, que amenazan con socavar el estado de derecho. Por su parte, la sexta y última parte (“Cinco miradas más allá del derecho”) acoge seis trabajos de personas muy conocidas y reputadas, pero ajenas al mundo jurídico, entre los que destacan Juan Luís Cebrián, Antonio Elorza y Félix Ovejero.

Como indiqué, las partes más importantes son la segunda (“La inconstitucionalidad general de la amnistía”), la tercera (“La amnistía española desde el punto de vista del derecho europeo”), y la cuarta (“proposición de ley orgánica para la normalización institucional, política y social en Cataluña”). Como es fácil comprobar, el estudio va desde la teoría abstracta general relativa a la amnistía y su encaje con nuestra constitución hasta el análisis particular de la proposición de ley de amnistía propuesta.

A mi juicio, la obra en realidad intenta dar respuesta a tres interrogantes, que sintetiza magistralmente en su trabajo Juan Antonio Lascuraín Sánchez, y que plantea de la siguiente forma:

1.- ¿Cabe la amnistía en la Constitución?

En este punto, la inmensa mayoría de los trabajos recogidos dan una respuesta negativa. Aunque, también conviene indicar que existe alguna que otra excepción que avala, desde el punto de vista general, la constitucionalidad de una ley de amnistía. Sin ir más lejos, el propio Lascuraín Sánchez, quien afirma que “aunque esta primera respuesta es muy controvertida entre los especialistas, creo que los mejores argumentos la inclinan hacia el sí.” Pero, insisto, el grueso de los trabajos recogidos se inclina por la negativa, utilizando para ello interpretaciones textuales, finalistas, históricas e incluso buceando en los procesos constituyentes.

2.- De ser constitucional la amnistía ¿Es constitucional la proposición de amnistía concreta presentada en 2023?

En lo que respecta a este segundo interrogante, la respuesta de todos los trabajos es unánime: no se sostiene. No ya sólo por la clara vulneración del principio constitucional de igualdad, sino porque la redacción del proyecto tiene enormes carencias, sobre todo en su amplísimo Preámbulo, destinado a justificar tanto la constitucionalidad de la ley como su oportunidad. Aunque respecto de esto último (la oportunidad) apenas se incluye alguna reflexión muy aislada y minoritaria, el grueso de los análisis se centran en la técnica.

Destaco en este particular dos trabajos que me han parecido muy ilustrativos. El primero, el de Agustín Ruiz Robledo, titulado significativamente: “¿Respalda el Tribunal Constitucional la amnistía?”. En tan sólo seis páginas el se analizan todas y cada una de las sentencias del máximo intérprete de la Constitución que se invocan para sostener la constitucionalidad de la amnistía y la conclusión a la que el autor se llega es que ninguna de ellas aborda frontalmente la materia, alguna de ellas ni tan siquiera de forma tangencial. El segundo es el de uno de los dos maestros incuestionables de la disciplina y decano de los administrativistas españoles, el gran Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, cuyo trabajo Amnistía: las razones de la sinrazón condensa en apenas dos páginas una enorme lección de Derecho público. Es aquí donde incide en otra de las enormes paradojas de la proposición de ley en un párrafo cuya lectura recomendaría a todos quienes hayan intervenido en la redacción del texto (ya proviniesen de las formaciones políticas promoventes o de oscuras covachuelas de los ministerios o de otros órganos constitucionales):

“Es más, si no fuera porque el asunto es serio, muy serio, porque los españoles nos estamos jugando nuestra Constitución que corre el riesgo de convertirse en un simple pedazo de papel, daría, incluso, risa leer que “se ha venido reconociendo implícitamente en nuestro ordenamiento jurídico…la figura de la amnistía”. ¿Saben ustedes dónde? ¡En los reglamentos disciplinarios de los funcionarios de la Administración del Estado, de los Cuerpos de Secretarios Judiciales y de los Oficiales, Auxiliares y Agentes de la Administración de Justicia. Ahora resulta que la Constitución hay que interpretarla de conformidad con los reglamentos administrativos. El mundo al revés. El funcionario que ha escrito semejante necedad debería ser sancionado, sin amnistía posible, por poner en ridículo al Gobierno (o al partido al que pertenece su presidente, que es el que ha presentado la proposición de ley).”

3.- De ser constitucional la proposición ¿Es una buena ley?

Cuando en los debates constitucionales que tuvieron lugar en Filadelfia entre finales de mayo y mediados de septiembre de 1787, y de los que salió la Constitución de los Estados Unidos aún vigente, James Madison abogó por crear un órgano de composición paritaria entre miembros del legislativo y del judicial (formalmente denominado “Consejo de Revisión”)  encargado de analizar las leyes antes de su entrada en vigor, no sólo desde el punto de vista de su encaje con la constitución, sino incluso por motivos de mera oportunidad. Ante el rechazo a que los jueces participasen en el procedimiento legislativo (objeciones lógicas que terminaron prosperando), James Wilson ofreció un argumento para intentar salvar la existencia de dicho órgano y su composición: la ley puede no ser contraria a la Constitución, pero aun así no ser adecuada. Esa idea la formula igualmente Juan Antonio Lascuraín con otras palabras: “La crítica a una ley no termina con su constitucionalidad, que sólo dice que la norma no es horrible, insoportable para nuestros valores. Con las leyes tratamos de organizar la vida social. Las calificamos de buenas, regulares o malas, según nos guste más o menos su objetivo y según las veamos capaces de conseguirlo […] La constitucionalidad de una ley no dice que la ley sea oportuna, o buena, o mejor que su inexistencia. Solo afirma su posibilidad en el tan amplio marco constitucional.

Sobre este particular, los juristas apenas se pronuncian, ciñendo sus objeciones a la constitucionalidad o no de las amnistías en general y de esta en particular. Sin embargo, los seis últimos trabajos, los debidos a los no juristas, sí que se adentran de lleno a responder este interrogante y su juicio no puede ser más severo. Sorprende por su dureza el severísimo juicio que sobre la ley y su finalidad vierten personas tan poco sospechosas como Juan Luís Cebrián (a quien me temo no tardarán mucho en recordarle que fue jefe de los servicios informativos durante los dos últimos años del franquismo) o Antonio Elorza.

En definitiva, estamos ante una obra que conviene leer de forma sosegada. Y tras ello, que cada persona, tras analizar las opiniones a favor y en contra de la constitucionalidad de las amnistías, forme sosegada y razonadamente su propia opinión.

TRUMP v ANDERSON: UN UNÁNIME TRIBUNAL SUPREMO RESUELVE QUE LOS ESTADOS NO PUEDEN EXCLUIR A NINGÚN CANDIDATO DE UNA LISTA A COMICIOS FEDERALES.

Menos de un mes ha tardado el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en resolver el caso Trump v. Anderson, pues la vista oral del caso tuvo lugar el día 8 de febrero de este año y hoy día 4 de marzo se ha hecho pública la sentencia. Y, como anticipábamos en la última entrada dedicada a este asunto y donde exponíamos los avatares de la vista oral, el resultado no pudo ser más favorable para el expresidente: los nueve jueces le han dado la razón.

A este caso le hemos dedicado nada menos que cinco entradas, donde exponíamos los antecedentes fácticos, el enjuiciamiento en instancia y apelación, las principales tesis esgrimidas por recurrentes y recurridos y el desarrollo de la vista oral, lo que nos exime de abordar tales extremos y entrar directamente en la sentencia. Resumamos sus principales rasgos:

Primero.- Desde el punto de vista formal: concisión.

Lo bueno, si breve, dos veces bueno. La sentencia ocupa tan sólo trece páginas, veinte si se añaden las que incluyen los votos particulares concurrentes de la juez Barret (una página) y Sotomayor, Kagan y Jackson (seis páginas). Lo cual, si se tiene en cuenta que los márgenes izquierdo y derecho de las resoluciones del Tribunal Supremo estadounidense son de cinco centímetros cada uno y los superior e inferior aún mayor, se dará uno idea de lo conciso que han sido.

Segundo.- Desde el punto de vista de las mayorías: resolución unánime y sin explicitar la ponencia.

El mismo corresponsal que en sus continuas intervenciones no dejó ni una sola vez de hacer referencia a la “mayoría conservadora” del Tribunal Supremo, al hacerse eco hoy de la noticia no consideró oportuno informar al público que la sentencia se adoptó por unanimidad. Y este no es un dato anecdótico, pues en el párrafo final el alto órgano judicial estadounidense quiso incidir en esta circunstancia para reforzar la unidad sin fisuras en cuanto al resultado y explicar que los votos particulares concurrentes no eran un óbice para esa unidad:

“Los nueve miembros del Tribunal concuerdan con ese resultado. Nuestros colegas que formalizan votos particulares coinciden aún más con muchas de las razones que esta sentencia ofrece para alcanzarlo.  Ver post Parte I (voto particular conjunto de SOTOMAYOR, KAGAN y JACKSON); ver igualmente post, p. 1 (voto particular de BARRETT). Hasta donde se nos alcanza, tan sólo objetan nuestra interpretación acerca de la forma particular de entender la Sección 3 y el hecho de que la Sección 5 atribuya al Congreso la competencia para hacerla cumplir. Estos no son los únicos motivos por los cuales los estados carecen de atribuciones para hacer cumplir esta previsión constitucional específica en relación a los cargos federales. Pero son importantes, y es la combinación de todas las razones expuestas en esta sentencia (no, como algunos de nuestros colegas cree, solo una en concreto) las que deciden este caso. En nuestra interpretación, cada una de esas razones es necesaria para ofrecer una explicación completa del criterio que el Tribunal, de forma unánime, alcanza”.

El Tribunal ha querido así explicitar que en este particular asunto, tan espinoso por las evidentes consecuencias políticas que acarrea, no existen fisuras y que los votos particulares tan sólo pretenden reforzar alguno de los argumentos o llegar al mismo resultado por otras vías, pero sin que ello suponga quiebra alguna de la unanimidad. Con ello se ha querido evitar que este asunto se convierta en un nuevo Bush v. Gore y despejar toda posible duda sobre la cohesión interna.

También conviene no perder de vista otra circunstancia en lo que al parecer mayoritario se refiere: el Tribunal ha optado lícitamente por emitir la sentencia per curiam, es decir, sin identificar al ponente. Con ello se ha evitado que el público apunte con el dedo a un juez, optando así por atribuirla al Tribunal en pleno como órgano colegiado.

Un dato curioso: al hacerse pública la sentencia del Tribunal Supremo de Colorado, el senador Ted Cruz afirmó en su podcast que la sentencia sería revocada por el Tribunal Supremo con la particularidad de precisar que esa revocación se produciría de forma unánime, es decir, de los nueve jueces. Lo clavó.

Tercero.- Doctrina del Tribunal: los estados no son competentes para excluir a ningún candidato a un puesto federal.

3.1.- El Apartado II (fundamentos jurídicos) letra A de la sentencia, a la hora de exponer la adopción, ratificación y texto de la enmienda, principia con una frase que apunta ya por dónde van a ir los tiros:

“Aprobada por el Congreso en 1866 y ratificada por los estados en 1868, la Decimocuarta Enmienda “amplió las competencias federales a expensas de la autonomía estatal” y en consecuencia, “alteró sustancialmente el equilibrio entre las competencias federales y estatales establecida en la Constitución.”

El primer dato esencial es, pues, de carácter histórico-jurídico: la previsión constitucional a aplicar se aprobó al año de finalizar la guerra de secesión y su objetivo fundamental era disminuir el poder de los estados en favor de un poder federal más robusto, y no a la inversa.

3.2.- En el primer párrafo de la letra B) de ese mismo fundamento, ya se identifica la cuestión jurídica controvertida y se ofrece la respuesta clara e indubitada:

Este asunto plantea la cuestión de si los estados, además del Congreso, pueden ejecutar la Sección 3. Concluimos que los estados pueden inhabilitar a personas que ostenten o pretendan ostentar cargos estatales. Pero, conforme a la Constitución, los estados no tienen competencias para ejecutar la Sección 2 en lo que respecta a cargos federales, especialmente la presidencia.”

En definitiva, ha de estarse a la naturaleza de los comicios y del cargo para el que se convocan: los estados pueden hacer cumplir dicha sección respecto a personas que pretendan ocupar puestos estatales, pero ninguno de los poderes estatales (es decir, ni un órgano judicial estatal, ninguno de los miembros del ejecutivo de cualquier estado, ni ninguna de sus asambleas legislativas) tienen competencia alguna para inhabilitar a una persona que pretenda concurrir a unos comicios de naturaleza federal. El Tribunal lo explica con este párrafo que sigue al análisis de las competencias estatales:

“Mas ese poder de gestión, sin embargo, no se extiende a candidatos y cargos federales. Puesto que los cargos federales “deben su existencia y funciones a la voz unida del todo, no a una parte del pueblo” las competencias para su elección e inhabilitación deben ser “atribuidas de forma expresa a los estados, en lugar de acudir a la competencia residual” U.S. Term Limits v. Thornton, 514 US 779, 803-804 (1995) (citando a Joseph Story, Comentarios a la Constitución de los Estados Unidos, 3º edición, 1858, p. 435). Y nada hay en la Constitución que atribuya expresamente a los estados facultad alguna para llevar a efecto la Sección 3 respecto a candidatos y cargos federales. […] La parte recurrida mantiene que los estados pueden llevar a efecto la Sección 3 respecto a candidatos a cargos federales. Pero el texto de la Decimocuarta Enmienda, en su redacción, no atribuye de forma expresa dicho poder a los estados. El texto de la Enmienda se refiere únicamente a la ejecución por el Congreso, que ostenta el poder para llevar a efecto la enmienda a través de la adopción de la legislación apropiada, como establece la Sección 5”

El primer argumento para estimar la sentencia descansa, pues, en una simple cuestión competencial: los estados carecen de atribución alguna sobre los candidatos o cargos federales.

3.3.- Descartado, pues, el argumento de que los estados puedan per se ejecutar la previsión de la Sección 3 de la Decimocuarta enmienda respecto a candidatos a puestos federales, el Tribunal se adentra en la otra posible alternativa jurídica que avalaría el proceder de Colorado:

“La única alternativa constitucional plausible como fuente de atribución competencial es el principio de elecciones y candidatos, que autoriza a los estados a gestionar y regular las elecciones legislativas y presidenciales respectivamente (Art. I Secc 4 Cl 1 y Art II, Secc 1 Cl 2). Pero no hay razón para creer que estos principios autoricen implícitamente a los estados a ejecutar la Sección 3 frente a candidatos o cargos federales. Otorgar a los estados tal competencia invertiría la alteración de competencias federales y estatales que la Decimocuarta enmienda estableció.”  

Es decir, no puede interpretarse una enmienda cuyo objetivo fue robustecer el poder federal a expensas de los estados para llegar a un resultado inverso, es decir, aumentar las competencias estatales a expensas del poder federal.

3.4.- A continuación, la sentencia ofrece argumentos adicionales:

3.4.1.- La interpretación textual de la Sección 3. Su inciso final permite al Congreso alzar, por el voto favorable de dos tercios de cada cámara, la causa de inelegibilidad, algo que ha realizado en ocasiones. Y así, “en ocasiones el Congreso ejerció esta potestad tras las elecciones para asegurar que algunos de los candidatos elegidos por el pueblo pudiesen tomar posesión del cargo. Pero si los estados fuesen libres para ejecutar la Sección 3 impidiendo a candidatos presentarse a las elecciones, el Congreso se vería obligado a ejercer esta facultad antes de que la votación se iniciase si desea que su decisión tuviese algún efecto en el proceso electoral en curso.”

3.4.2.- La interpretación histórica: la defensa de Colorado fue incapaz de señalar un solo precedente histórico donde un estado hubiese ejercitado las facultades que le otorga la Sección 3 respecto a un cargo federal, dado que todos los ejemplos utilizados se referían a cargos o candidatos estatales, lo cual lleva al tribunal a afirmar que: “tal carencia de precedentes históricos es generalmente una evidencia clara de un severo problema constitucional en relación a la competencia que se afirma poseer”.

3.4.3.- Por último, y en lo que a las elecciones a la Presidencia de los Estados Unidos se refiere, el Tribunal añade un argumento que ya fue adelantado por la juez Elena Kagan: “Decisiones estado por estado en lo que respecta a decidir si la Sección 3 impide a un candidato particular a la Presidencia ejercer el cargo difícilmente ofrecería una respuesta uniforme consistente con el principio básico que “El Presidente representa todos los votantes de la Nación.” En efecto, este argumento, acerca del cual también incidió el chief justice Roberts en la vista oral, entra de lleno en los párrafos finales: “Resultados diversos en relación al mismo candidato derivarían no sólo de las diferentes interpretaciones de los argumentos, sino de la diversa legislación estatal que regiría los procedimientos necesarios para llevar a efecto las previsiones de la Sección 3 en lo que respecta a la inhabilitación.”

Cuarto.- Los votos particulares concurrentes.

4.1.- Voto particular de Amy Coney Barrett.

En apenas media página, la juez hace gala de un enorme pragmatismo. He aquí como en dos párrafos ofrece una maravillosa lección de cómo se pueden evitar problemas a la hora de resolver casos de enormes implicaciones:

Coincido en que los estados carecen de competencias para hacer cumplir la Sección 3 en lo que se refiere a los candidatos presidenciales. Tal principio es suficiente para resolver este caso, y yo me hubiese detenido ahí. Este pleito lo iniciaron votantes de Colorado ante un tribunal estatal y con base en normativa estatal. No hubiera precisado adentrarse en la compleja cuestión de si la legislación federal es la única vía para hacer cumplir la sección 3.

La mayoría ha optado por un camino diferente y abre a los otros jueces la posibilidad de responder. En mi opinión, no es el momento de amplificar de forma estridente las discrepancias. El Tribunal ha resuelto un asunto políticamente delicado en la víspera de unas elecciones presidenciales. En estas circunstancias particulares, las resoluciones del Tribunal deberían calmar los ánimos, no calentarlos. A este propósito, nuestras diferencias son mucho menos importantes que nuestra unanimidad: los nueve jueces coinciden en el resultado de este caso. Este es el mensaje que los estadounidenses deben llevarse a casa.”

4.2.- Voto particular de las jueces Sotomayor, Kagan y Jackson.

Las tres jueces, en su voto particular concurrente, principian curiosamente invocando una frase del chief justice Roberts en su voto particular concurrente en el asunto Dobbs v. Jackson, la polémica sentencia sobre el aborto: “Si no es necesario resolver más para decidir un asunto, entonces es necesario no resolver más.” Ese “principio fundamental de retraimiento judicial es prácticamente tan antiguo como nuestra República.” No deja de ser paradójico que tres juezas que representan como nadie el activismo judicial empiecen invocando el principio de retraimiento y que, además, sitúen su nacimiento en los mismos instantes que la propia nación.

Ahora bien, las tres juezas que suscriben el voto particular lo único que cuestionan es que el Tribunal “decida no sólo este caso, sino las impugnaciones que puedan surgir en el futuro”. No cuestionan, sino que coinciden que permitir a Colorado actuar como lo hizo “crearía unas caóticas taifas estatales en contradicción con los principios federalistas de nuestra nación”. Consideran que bastaría haber enunciado ese principio para estimar el recurso. Es más, las tres juezas afirman que: “la Sección 3 supone la primera vez que la Constitución impone límites materiales sobre la competencia de un estado para elegir a sus propios cargos. En tal contexto, desafiaría la lógica que se interpretase para otorgar a los estados nuevas competencias para determinar quién puede ostentar la presidencia”, precisando que “permitir a Colorado excluir a un candidato presidencial al amparo de tal previsión pondría en peligro la visión de los padres fundadores de un gobierno federal responsable directamente ante el pueblo”. Por tanto, “el Tribunal debería haber comenzado y finalizado su razonamiento con esta conclusión.”  

La única discrepancia, y que desarrollan en la segunda parte de su voto particular, es que no consideran que el único modo de hacer cumplir la tantas veces citada sección sea a través de la legislación federal. Así consideran, por ejemplo, que sería ridículo que constitucionalmente se exija una mayoría de dos tercios de cada cámara para alzar la causa de inelegibilidad cuando por simple mayoría podría dejarse sin efecto simplemente no aprobando legislación alguna o derogando la existente.

Conclusión.

Como bien dice la juez Barrett, los árboles no deben impedirnos ver el bosque. Y en este caso, el árbol de los medios federales para llevar a efecto la previsión de la Sección 3 no deben impedirnos ver el bosque de la absoluta falta de competencia de los estados para pronunciarse sobre la inelegibilidad de una persona para optar a un cargo federal. Aspecto éste que, insistimos, fue resuelto de forma unánime por los nueve jueces.